sábado, 1 de abril de 2023

Postales porteñas #60 - Despedidas

Te gustaba llamar la atención y nos hacías renegar a veces, cuando te empecinabas en ser el protagonista. Por eso naciste un 25 de diciembre. La pifiaste en la década, nomás. No fue fácil ser homosexual en los ochenta. Miro tus fotos y creo que cuando más sonreís es cuando estás con tus amigas. Bailando, te ves tan feliz que lloro todo lo que no pude en estos días. Hay una foto que me gusta mucho. Sos joven, tenés los rulos largos y negros, llevás aros, maquillaje y un vestido blanco: estás hermosa.
Fuiste de esos tíos que siempre te hacen la segunda regalando plata a escondidas o convidando un pucho cuando nadie sabe que fumás. El primer adulto en darte el gusto de tratarte como a un adulto. Siempre cómplice y protector. Pablito, ya sabés: cualquier cosa, no tenés más que levantar el teléfono. Para lo que sea. Cómo ayudaste a tu hermana, mi mamá, en aquellos tiempos difíciles. Cuántas veces estuviste ahí para la familia hermosa que los viejitos supieron construir en este exilio.
Cuentan que de niño eras mañoso y porfiado. Bueno, nunca dejaste de serlo: cada vez te parecías más a la abuela. Lo sabías, y por eso te reías de eso. Puta que era bueno pa llorar este weón. No cuidabas mucho tu cuerpo, pero eras coqueto. Aunque tenías un carácter fuerte, eras atento y generoso.
El jueves abriste los ojos y nos sonreíste. Hola, chiquillos. Sabiendo lo que iba a suceder, después de tres meses de incomodidades y torturas de clínica, todavía podías sonreírnos. Con las poquitas fuerzas que te quedaban nos extendiste las manos, flaquitas y algo frías. Con esa doble ele que a veces se quedaba a mitad de camino entre el Pacífico y el Río de la Plata chiquillos, vayan sabiéndolo: esta me la ganó.
—¿Estás en paz?
—Sí, sí. Estoy en paz.
—¿Estás tranquilo?
—Sí.
—¿Querés que hable con alguien, que le avise a alguien? ¿Querés algo, necesitás algo?
—No, Pablito. Estoy bien.
—¿Tenés miedo?
—No, estoy tranquilo. Habían muchas esperanzas, pero ya está. ¡No, mi amor, no! No llores... tenés que pensar que voy a estar mejor, ¿sí?
—Sé que vas a estar mejor, lloro porque te voy a extrañar muchísimo. Te quiero mucho, tío, muchísimo.
—Yo también, chiquillo. Yo también, mi amor.

Cuando me fui nos dijimos "hasta mañana" pero no alcancé a llevarte el helado de limón que te prometí para el otro día. Recién durante los abrazos con la familia empecé a caer, anoche. Que no estás, que no voy a recibir ya esos audios de siete minutos, que no vamos a volver a cruzar juntos la Cordillera, que no te puedo abrazar.
Cada momento de mi vida tiene recuerdos bellísimos con vos. Te voy a extrañar horrores.
Gracias por todo, tío.

viernes, 23 de diciembre de 2022

Postales del sur #23 - Cantos de cisne

Hace unos meses estuve relativamente ocupado en no acordarme de un grupo de personas de las que me alejé. Mientras iba completando mi rutina con asuntos que ocuparan los vacíos de esas ausencias, la memoria me tiraba recuerdos a la cara con cierta violencia. Como ir caminando tranquilo por la vereda y que te tiren un baldazo de agua en la cara. Cosas tan simples que nunca, ni una vez, las había pensado después de haberlas vivido. Asociaciones caprichosas y evocaciones impulsivas de asuntos insignificantes que, por aquellos días, estuve recordando por primera y última vez. Ejercicio algo inútil, acaso doloroso, pero siempre involuntario. Una noche se me ocurrió que la solución podía ser agarrar una pala y excavar en otros años. Apuntar esos destellos nostálgicos en otra dirección. Cosas curiosas que encontré:
 
a) Es verano y tengo trece años. Estoy jugando al fútbol con mis amigos en la cancha de la esquina, donde pasábamos todo el tiempo que podíamos. Hay uno que se llama Damián o tal vez Darío. No recuerdo bien su nombre porque es el único que no es del barrio: es el primo de mi vecino del frente y frecuenta nuestra calle únicamente durante enero y febrero. Es pálido, regordete y pecoso. Es áspero y bruto, compadrito. Como todos los que frecuentan esa casa del frente. Tiene rulos negros y la boca casi siempre entreabierta. Pico por la punta con la pelota, Damián o Darío me marca. Pierdo la pelota, saque de arco. Volvemos caminando juntos hacia la mitad de la cancha, jadeando por la corrida. Estamos a cierta distancia de todos los demás, que le prestan atención a la pelota que está en algún otro lugar. "Qué lindo que sos", me dice.
 
b) Es verano y tengo doce años. Estamos jugando en la vereda de Doña Ana, la mejor cancha de bolitas de la cuadra: nada de pasto, todo tierra y con dos árboles inmensos que daban mucha sombra. Detrás de la línea de salida quedamos los dos últimos en tirar, el resto está del otro lado del ahorcado. Damián o Darío me mira serio, como enojado, y me dice "qué lindo que sos".
 
c) Es verano y tengo, creo, catorce. Estamos jugando a nuestra versión del quemado: todos menos uno se tienen que formar hombro con hombro, con los talones pegados y los pies abiertos formando un arco que flanquea un agujero en el piso; el que saca, enfrentado, tiene que embocar una pelotita de tenis en uno de esos agujeros. Cuando eso sucede, todos tienen que cruzar una línea que está a los 60 metros; el que recibe la pelotita cuenta hasta diez y luego tiene quemar a uno antes de que alcance la meta. El que es quemado tres veces va al paredón a recibir los pelotazos del resto. Eso duele, te tiran tres cada uno. El objetivo del juego es lastimar. Otro de los tantos juegos de varoncitos del conurbano que consisten en mostrar fuerza y hacer doler. Reglas más, reglas menos, siempre es violenta la cosa. ¿No te gusta? Si querés jugar en la calle y que más o menos te respeten, esas son las reglas. Estoy al lado de Damián o Darío, especulando con el destino de la pelotita de tenis. Me mira fijo, como a veces hacía, y me dice "qué lindo que sos". Otra vez, no sé qué responderle.
 
d) Es verano y tengo quince años. Los pibes del barrio estamos sin pelota y sin pelota no se puede jugar al fútbol. Para entonces ya no juego arriba, atajo. Creo que soy relativamente bueno, o al menos eso suelen decirme. Dos tipos de la vuelta de mi casa, de más de cuarenta, quieren patear tiros libres. Me pasan a buscar para que ataje. Ellos pelotean, yo atajo; todos felices. Bueno, no todos. Algunos pibes de la cuadra están sentados en un costado de la cancha. No sé si están molestos porque soy el único que está jugando al fútbol o qué, pero Damián o Darío, arengado por los otros, me grita muchísimas veces "puto de mierda, sos un puto igual que tu tío".
 
 
 
 


miércoles, 7 de noviembre de 2018

Postales porteñas #24 - Cosas que no voy a extrañar del Abasto


-Los lunes superprendidos del Konex, con los de la Bomba de Tiempo que le dan a la percusión hasta altas horas de la noche
-Las cagadas de paloma del supermercado abandonado
-El perro que la va de compadrito en Agüero y Valentín Gómez
-La familia de murciélagos que vive en el taparrollos
-El dueño de la panadería, arrepentido votante de Macri, que ahora refiere ver con buenos ojos a Massa
-Las cañerías y la instalación eléctrica que ni yo ni la inmobiliaria, en dos años, arreglamos
-Las expensas
-El vecino que grita "gol, la concha de tu madre Racing, gol"
-Beba, la vecina del séptimo, que tiene un perro diminuto y unos oídos muy sensibles a las puertas de mi placard, que además me espía desde la terraza
-El canibalismo mesíanico que, cada tanto, se le da por pregonar al cura de la iglesia por altoparlantes

jueves, 14 de junio de 2018

Postales porteñas #19 - A llorar a la iglesia

En el 124, volviendo del Congreso, suben dos pañuelos celestes. Una, joven, carga un cartón con la leyenda "Sí a la vida". La otra, entrada en años, lleva mucho enojo en la cara. Miradas cómplices y verdes entre los que estuvimos del lado norte de la plaza hasta que
— Asesinas.
Alguien le contesta no sé qué.
— Son unas a-se-si-nas.
— No se cierren así. Deberían venir, no sabe señora cómo nos cuidamos entre nosotras.
— Yo cuido la vida. ¡Y el amor!
— Pero nosotras tenemos mucho amor. No se cierren así, no saben lo que se están perdiendo. Cuando estamos ahí, todas juntas, usted no sabe lo bien que nos sentimos, la fuerza que tenemos.
— ¡Asesinas!
— Ojalá algún día venga con nosotras, señora. No tienen idea de lo que se están perdiendo.


domingo, 20 de mayo de 2018

Postales del sur #17 - Hilda y yo

Siete años
"Mijito, ¿qué le parece si nos comemos unas papitas fritas"? Lo que daría por un abrazo más. "Ya. Yo las pelo y usté las corta". El último. Uno solo. "Oiga, mijito, márqueme el teléfono de la Ani". Uno solo pero fuerte. Más fuerte que cualquiera de los abrazos fuertes que te daba. "Ponga la tetera, mijito, así tomamo la once". Cómo me gustaba que conversáramos por horas. "¿Cuándo se va a cortar ese pelo, mijito? ¿Sabe qué bonito se vería?". Ay, lo que daría por una tarde más en tu mesa. Escucharte. Chile y tu infancia, la familia y Chile. Peñaflor y Maipú. El Golpe y las botas y los camiones y el miedo y el año de espera infinita con cuatro pibes. El reencuentro en la Argentina. Te pienso llorando aquellas nostalgias y te quiero abrazar. Y no puedo. Te debo tantas cosas... No sólo esta cara redonda, esta terquedad, esta manía por lo dulce y este corazón cobarde (aunque portabas nombre de valkiria, de valiente tenías más bien poco). Si alguna vez, en algo, fui un buen tipo, te lo debo en gran parte a vos. En cualquier virtud que pueda llegar a tener, estás vos.
Te extraño horrores.

sábado, 10 de marzo de 2018

Postales porteñas #5 - Rosita y yo

¿Con quién voy a ponerme como una cuba ahora? ¿Quién me va a remarcar, sin cansarse, todos mis defectos? "Nonito, vos sos un forro y un pelotudo; dejá de sabotearte". ¿Quién me va a llamar, de noche y borracha, quejándose de que el mundo es una mierda? ¿Por qué carajo no pudiste con tu genio y tu ira inimputables ser menos agresiva este último tiempo? ¿Por qué no pude yo, con mi sensibilidad exacerbada e inútil, estar más cerca estos últimos meses? Acabo de notar que nunca me hice cargo de que te estabas muriendo, porque lo que mejor me sale es hacerme el boludo con las cosas que no me gustan. La puta madre, Rosita. Qué definitiva es la muerte.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Postales del sur # 2 - Favalli y yo


Había un tipo que se tomaba el bondi en el Correo Central, el 159 para Wilde, L Azul o 1 por Mitre. El "blanquito", para los que vivimos al sudeste. Yo estaba todos los días tipo seis y cuarto esperando en la fila (larguísima —no viajo sentado ni en pedo, la puta madre—) y el tipo, infaltable aparecía dos o tres minutos después. Tenía un aire a Favalli de El Eternauta, pero flaco. Para matar el tiempo, que se hacía muy largo ahí, cansado y con ganas de llegar a casa, imaginaba que si pintaba bardo tipo zombies, turbas iracundas, nevadas mortales o cascarudos iba a correr hacia él. Me figuraba que era un tipo macanudo y solidario. O tal vez era Favalli, ¿por qué no? Si cuando era pibito la tijerita china del costurero de mi abuela era un robot transformable, ¿por qué este tipo no podía ser Favalli?
Sí, si hay quilombo este tipo va a saber qué hacer. Es el que tiene pasta de líder. Habrá al principio algunos muertos, corridas, tiros y un par de viejas que se desmayan, pero Favalli al toque va a poner las cosas en orden: "vos hacé esto; vos, aquéllo" y a la mierda con los cascarudos. Sí, tengo que estar al lado de este tipo si quiero sobrevivir. Vamos a ser un grupo de élite y a la mierda los zombies. Y vamos a subirnos al semi rápido a Bernal, aprovechando la confusión del momento; fajamos al colectivero que seguro se va a querer resistir, le sacamos el bondi y rajamos para la Rosada. Porque Favalli tiene que ver al presidente. Y si no lo quiere recibir, a la mierda. Con el bondi nos vamos a la terminal de Buquebús y nos choreamos un barco. Esperá que llamo a mi vieja, porque nos vamos al Uruguay.
Eso podía ser el lunes, digamos.
El martes, seis y dieciocho puntual, otra vez ese marco de anteojos. Sí, es Favalli. Si hay un golpe de estado mientras esperamos que estos degenerados saquen uno de esos tantos colectivos que tienen ahí al pedo, le tengo que decir que venga conmigo. Yo lo conozco a Zamora. Él va a saber qué hacer. Confía en mí Fava, a vos y a Zamora no los para nadie.
Dos semanas después desactivábamos una bomba (en realidad la desactivaba él, si mal no recuerdo Favalli era aficionado a la mecánica -¿o era profesor?-).
Una vez le pegaron un tiro. Había que llevarlo al hospital, porque Fava es astrónomo, y descubrió unos planes de invasión extraterrestre. Sí, el hijo de puta que lo baleó era un alien camuflado. Por suerte lo salvé. No sé si les ganamos a los extraterrestres o no porque ese día me bajé en Sarandí, media hora menos de viaje. Y las aventuras duraban lo que duraba el viaje, siempre y cuando no tuviera la suerte de ligar un asiento, porque en ese caso leía y no necesitaba contrarrestar el embole de viajar parado hora y media entre bocinas, frenazos y calor.
Aunque era más flaco y sin bigotes el tipo era Favalli. Fue divertido hasta que el brevísimo intercambio diario -casi diría que rutinario- de miradas me hizo notar que el tipo me reconocía. No sé qué reconocía, qué personaje habrá elaborado sobre mí, pero era claro que sabía que viajábamos juntos todos los días. Yo dejé de prestarle atención, no fuera cosa que mis miradas le hicieran pensar que me lo quería levantar.